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Clichés de la NBA: Los Boston Celtics y el envejecimiento

Their Finest Hour



Si buscamos indicar el punto más alto de esos Celtics antes de su desplome, deberemos sin duda fijarnos en el campeonato de 1986. Dirigidos por un clásico de la franquicia como KC Jones y con un rendimiento ofensivo y defensivo puntero en la NBA, esos Celtics suman 67 victorias en temporada regular (la mejor marca de la liga ese año), se plantan en la final habiendo perdido solamente un partido en playoffs, y despachan a unos sorprendentemente correosos Rockets con una suficiencia mayor de lo que indica el marcador final de 4-2. De hecho, ése es quizás su único y absolutamente intrascendente borrón, la ausencia final del archienemigo californiano que después de acumular 62 victorias en la fase regular mostró una sorprendente vulnerabilidad ante los Mavericks y finalmente fue apalizado inmisericordemente por los de Houston. En cualquier caso, la ausencia del rival ideal para la victoria gloriosa era una mota insignificante dentro del brillo del éxito del equipo de Boston. Hasta las lesiones respetaron a la plantilla, ya que toda la rotación jugó un mínimo de 78 partidos excepto McHale, que se perdió una docena larga por un problema en el tendón de aquiles; incluso las persistentes molestias de Larry Bird en el codo y los primeros amagos de su futuro problema de espalda mejoraron notablemente gracias al tratamiento de Dan Dyrek.

El quinteto titular necesita poca presentación: Dennis Johnson (31 años), Danny Ainge (26), Larry Bird (29), Kevin McHale (28) y Robert Parish (32). El banquillo no era menos impresionante, con Jerry Sichting (29) como base-escolta, Scott Wedman (33) como alero y el pívot Bill Walton (33) como mejor sexto hombre del año. La plantilla la completaban los banquilleros Sam Vincent, Rick Carlisle, David Thirdkill y Greg Kite.

Sin embargo, basta un vistazo a las edades de la plantilla para darse cuenta de que llevaban en su propio seno las semillas de su destrucción: de los ocho jugadores de la rotación, cuatro pasan de los 30 años y otros dos los cumplirían la temporada siguiente, McHale estaba ahí mismo y solamente Ainge estaba aún en la fase creciente de su carrera. El núcleo Bird-McHale aún podía resistir unos añitos, pero iba siendo necesario renovar el quinteto titular y hacerse a la idea que ya no se podía depender de Wedman y Walton a sus 33 años, sobre todo con el historial de lesiones de éste. Además, mientras los Lakers podían afrontar una renovación “desde dentro” ascendiendo a AC Green de agitatoallas a titular, ninguno de los banquilleros de los Celtics parecía capacitado para mayores tareas: a Sam Vincent no le faltaba calidad, pero sí voluntad de trabajo; Rick Carlisle era el clásico futuro entrenador, todo fundamentos y comprensión del juego pero poco físico y sobre todo sumido en una pésima racha de tiro que negaba su principal habilidad; Greg Kite era un jugador ideal para entrenamientos, siempre el primero en llegar y el último en irse, sudando todo lo sudable y matándose tras un balón, pero su tope era salir diez minutillos para repartir leña, no prolongar la carrera de Parish dándole relevos prolongados.


¡Infúndeme habilidad baloncestística!

Afortunadamente, los Celtics contaban con la herramienta ideal: en 1984, justo después de su famoso robo, los Celtics traspasaron al base Gerald Henderson a los Sonics a cambio de una primera ronda. Uno se pregunta si Ted Stepien andaba por Seattle en esas fechas, ya que Henderson era un jugador mediano y esa primera ronda se convirtió en todo un nº 2 del draft. La elección orgánica de los Celtics era lógicamente la última de primera ronda, pero la habían mandado a Clippers en el traspaso de Cedric Maxwell por Bill Walton (terminó en Portland y con ella eligieron a un ruso que no era ruso). Tampoco tenían su segunda ronda, que recibieron los Knicks como compensación por el fichaje de Ray Williams un par de años atrás, pero ¿qué importaba? Tenían el nº 2 del draft. ¿Qué podía salir mal?

Disclaimer

Me confieso detractor del actual clima de “reconstrucción continua” que impera en la mayoría de franquicias de la NBA, según el cual un proyecto que no muestre progresos evidentes en un par de años ha de ser desmontado hasta los cimientos para volver a empezar de cero. Una cosa es admitir que un enfoque ha fracasado o que un sistema ha cumplido un ciclo y que es necesaria una renovación profunda, y otra cosa es esta búsqueda sin fin del santo grial que suponen los jugadores que garantizan aspirar a un título (hay entre dos y seis en todo el mundo) y que genera el efecto secundario de la sobrevaloración de las elecciones del draft y de los jugadores más jóvenes y sin formar junto con la minusvaloración de los jugadores probados y los veteranos útiles. ¿Quién quiere a Ray Allen pudiendo tener a Gerald Green?

Las causas de este orden de cosas son variadas y complejas, aunque una formulación tentativa podría ser “los propietarios son imbéciles, y los mánagers generales también”. Pero una de las grandes influencias en quizás el más famoso proyecto de reconstrucción total de esta era del baloncesto, los Bulls de Jerry Krause tras el “Last Dance”, es en mi opinión una falacia cuyo valor viene dado exclusivamente por la repetición machacona a la que fuimos sometidos durante varios años, cuando la cantinela oficial de la NBA era...



No puedes permitirte el riesgo de que tus jugadores importantes envejezcan en tu plantilla. Mira lo que les pasó a los Boston Celtics.

Una vez más, no pude menos que echar en falta una voz justiciera que se alzara de los campos y las huertas para declarar inequívocamente: “¡jarl!”

Instrucciones para dar cuerda al reloj



Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj



Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.